Y ahí estás Benjamín ya casi caminando – porque andar ya andas - de manos agarrado al mundo: mundo que es sofá, silla giratoria, el estante con los discos compactos. Mundo que es mi ropa, los drelos que halas, mis manos. Sentando; te impulsas: con todo ese esfuerzo sería posible arrancar continentes, desviar ríos de su cauce. Te pones de pie y sonríes. Sonrisa sería el océano, eso dispensa palabras. Casi cuatro tus dientes, arriba todavía hay uno que duele, medio tímido que se suma a tu sonrisa. Lo especial de verte crecer es aprender el mundo cada día, como si fuera ese diente que crece dentro de tu sonrisa, medio tímido, que aún duele. Eso habrías de vivirlo para entenderlo, ni yo mismo lo entiendo si lo leo: hay que vivirlo, vivirte. Y antes de la sonrisa y los dientes, una palabreo inconfundible de quien ya entiende, de quien ya sabe lo que quiere, con los brazos abiertos de querer el universo. Y hay luz porque la nombras. Cielo porque lo esperas. Y cuando algo distante te despierta atención, lo busca tu mirada, después aquella mano al cielo, un ímpetu enorme, los pies y los brazos combinados; te desplazas. Todavía te arrastras – dando vueltas – girando sobre la barriga, luego la espalda. Parece – y hasta lo comento – nunca necesitarás gatear. Gatear es cosa de gatos, gatos son bichos muy inteligentes, las conclusiones son obvias, las cosas obvias mejor ni mencionarlas. Entonces mejor hablarte del mar, aquella masa de agua que de pronto te abrazó delicada. La sorpresa fue percibir que naciste para adorarlo, sin mucho alarde, idolatrarlo. Así como las personas para sonreírte y los árboles para cuidarte. No escucho el llanto que hiere, hasta en eso logras cautivarme, aunque confieso que las noches son mejor en silencio, cuando sueñas con aquellos lugares que conoces. Lugares que existen porque existes. Lugares son lugares; sin ti, NADA. Pero había que alimentarte toda hora, hacerlo lo más similar al ejemplo. Ejemplo es aquello que se aprende con el alma: ejemplo tu madre y ejemplo tus ansías. Porque tus gestos eran suaves, tus sonrisa increíble, tu mirada un arrojo, el carácter ya el mismo de los próximos años, como si supieras todo y ahora yo quien me iniciaba. Alargas tu mano buscando un deseo, hecho de paño, de plástico, de gesto. Y cada detalle es infinito: la máscara en la sala, la rama del árbol, la hormiga que escapa, el ave que se dibuja en tu ventana.
Entonces los días son pedacitos sueltos de instantes y futuro: despiertas, sollozas, hay caca, qué ropa ponerte, hacerte una foto, salir a pasear, horario de mamar, volviste a cagar, cuál ropa ponerte, jugar con tus dedos, con los pies, con los besos, es largo el cansancio, hacerte dormir, llorar sin paciencia, aprender a vivir, llamar a los viejos, tratar de almorzar, despiertas de nuevo, la lluvia allá afuera, el sol que se pone, un baño caliente, volverte a vestir, ahora los sueños habrán de venir.
Un día de lluvia, gran bendición lleva agua, nos fuimos los tres a caminar. Estuvimos tranquilos sin saber cómo habría de ser. Me compré unos zapatos que ya no están más. Creo que tuve tiempo de imaginar que la vida iba a cambiar. Esa noche, lloré.